No resulta fácil observar –y no digamos fotografiar- la vida íntima del martín pescador, un pájaro poco mayor que un gorrión que vive y vuela con la rapidez de una centella. Tanto es así que pasa inadvertido en la mayor parte de los lugares donde habita. Y lo recordaba justamente así, como un meteoro de colores vivos y refulgentes. Sólo lo había visto una vez, de niño, en el río Tormes de Hoyos del Espino. Fue un encuentro de lo más fugaz. El pájaro estuvo apunto de posarse en mi propia caña de pescar. Tampoco los lugareños daban muchas señas sobre su identidad.
-¿Cómo dice usted? ¿Martín qué? No, a ese señor no le conozco.

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No os perdais el resto del reportaje y las impresionantes fotos subacuáticas. ( Aitor )

Años más tarde, después de buscarlo por todos los ríos de la provincia de Avila, comprendí que lo suyo era precisamente eso, pasar desapercibido, burlarse del personal. El animalito me la había jugado y bien, porque lo tenía a la puerta de casa, en el Adaja, en medio del valle Amblés. y lo cierto es que lo descubrí por mera casualidad, de pura chiripa, metido en la parte inferior del campo de visión de mis prismáticos mientras acechaba una garza distraída. ¡Un martín pescador! !Qué digo uno, si son dos! jY encima están copulando!

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Pero mi suerte no acababa ahí. El pajarito no sólo delataba su presencia con sus acalorados amoríos, sino que además me indicaba el emplazamiento de su secreto nido al meterse en un agujero del talud a metro y medio de altura sobre el río, y a poco más de cincuenta centímetros del borde de la ribera.
La pareja de martines pescadores me aceptó en su vida sin los más mínimos reparos. En un principio pensé en sesiones cada tercer día, de sol a sol, pero pronto cambié de táctica por otras más cortas, hasta las cuatro de la tarde, porque todos los días, a las cuatro y media en punto, como un clavo, aparecía un pescador –con una Mobylete- que, al parecer, no tenía más río para probar fortuna con su caña.
Concluida la primera fase fotográfica, acometí la segunda, más laboriosa, consistente en retratar lo que ocurría dentro del nido una vez nacidos los pollos, en el interior del oscuro túnel, a más de un metro de profundidad. Para ello tuve que excavar una estancia de un metro cúbico por la parte alta de la ribera, encima del talud, en una de cuyas paredes quedaba adosado el nido, aislado a su vez de mi habitáculo por medio de un cristal. El techo de aquel singular pozo se componía de tablones y sacos, encima de los cuales echaba tierra el ayudante de turno (tierra que él mismo retiraba cuando volvía para sacarme).
La emoción de aquella primera jornada dentro del pozo, materialmente enterrado, sin el más tenue rayo de luz exterior, no pudo reprimir mi claustrofobia. No recuerdo bien cómo me sentí, pero me juré a mí mismo que jamás sería minero.

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Tanto la pareja de martines pescadores como su numerosa prole troglodita habían aceptado bien mi presencia, y buena prueba de ello era que para nada se asustaban ante los fogonazos de los flashes. Macho y hembra no dejaban la ida por la venida, cada cinco o diez minutos, con peces que siempre eran bien recibidos por los voraces polluelos.
La que iba a ser -si mal no recuerdo- la cuarta o quinta sesión dentro del pozo, comenzó como de costumbre, pero hacia las doce del mediodía empecé a intranquilizarme ante la falta de seriedad de los progenitores, que ya llevaban más de treinta minutos sin aparecer. A las dos de la tarde seguía sin cambiar el panorama. ¿Qué ocurre aquí? Esto no es normal! iSerán mala gente! ¡Se les van a morir los pollos!
Decidí salir del agujero, cosa que tendría que hacer por mí mismo, no sin cierta dificultad al no contar con el desenterrador que puntualmente aparecía a la hora convenida. Así que comencé a mover los tablones y los sacos. Como un auténtico topo, me abrí paso a través de la enorme topera de metro y medio de diámetro, y no acababa de quitarme la tierra del pelo y de los ojos cuando me di cuenta de que justo allí delante tenía el motivo del abandono pasajero de la pareja de martines pescadores. Se trataba del pescador de la Mobylete, que me miraba con los ojos como platos, con la boca semiabierta y con un notorio temblor de piernas. Estaba a dos metros escasos. Qué susto no se llevaría el pobre hombre, porque justo cuando reaccionó dio un par de saltos, atravesó el río y a grandes zancadas alcanzó la motocicleta. Ni siquiera se entretuvo en arrancarla. Corría lo suficiente pedaleando él mismo. Tampoco recogió la caña. La llevaba sobre el hombro y, a lo lejos, el anzuelo arrancaba a trompicones todos los cardos del camino.

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Esta crónica, que más bien viene a ser mera anécdota de campo refleja en buena medida las dificultades inherentes a la fotografía de los martines pescadores en las facetas más íntimas de su comportamiento. Pero lo que realmente complica las cosas, desde el punto de vista técnico, son las fotos de alta velocidad, las tomas de vuelo durante sus maniobras de pesca y, sobre todo, las subacuáticas. En este empeño me vi inmerso, obsesionado, durante más de diez años, intentándolo –y fracasando, dicho sea de paso- cada primavera. Al final me podía el desánimo, cansado de tirar película a la papelera. El diseño de una barrera nueva de infrarrojos, modificada para responder sin el más mínimo retardo, hizo posible que, finalmente, las fotos de los picados y las salidas, las tomas fuera del agua, resultaran satisfactorias. Quedaban las subacuáticas.

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No concebía presentar un reportaje en el que el martín pescador se lanzaba al agua como un arpón y luego no se viera lo que ocurría bajo la superficie. Probé con las clásicas peceras, pero el pájaro no se mostraba muy interesado por las mismas, por muchos peces que hubiera encerrados dentro. En algunas ocasiones las aceptaron y las utilizaron, pero siempre tenía problemas con la turbidez de las aguas, con la oxigenación que necesitaban los peces, y sobre todo con los fondos, que no quedaban naturales. Y cuando estaba a punto de tirar definitivamente la toalla, tuve la idea de utilizar dos peceras, una para los peces y otra para la cámara, ambas metidas bajo la superficie. La segunda alojaría, asimismo, un par de pequeños flashes, regulados manualmente para sacarles el mínimo destello, un rayo de luz de una duración inferior a 1/10.000 de segundo. ¡Funcionaba! Y lo más curioso es que el pájaro ni siquiera se asustó del primer fogonazo del flash. Después, viendo el material con la lupa pude ver que el martín pescador lleva los ojos cerrados mientras está bajo el agua. La segunda, y sobre todo la tercera sesión, me proporcionaron las fotos que buscada: posturas perfectas, iluminación perfecta, fondos perfectos…

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